Estos dos fragmentos del libro llamado
San Manuel bueno, mártir
están escritos por Miguel de Unamuno, autor perteneciente a la
Generación del 98. Esta época se caracteriza por una angustia vital
provocada por la no creencia ni en la ciencia ni en la religión como
vías para llegar a la felicidad; se encontrará entonces el ser
humano perdido en el mundo. Todo esto se ve influido en el texto,
forjando al personaje de don Manuel, un cura que poco a poco deja de
tener fe.
Podemos observar
cómo prefiere mantenerlo en secreto porque él es el apoyo de sus
feligreses.
Aquí se plantea
un tema conflictivo. Debemos saber separar conceptos que han quedado
ligados pero que realmente son diferentes, como son la Iglesia y la
religión. La Iglesia por su parte es una sociedad que se ha creado
para difundir la religión y convertirla en una práctica colectiva;
y religión es el conjunto de creencias y prácticas sobre cuestiones
de tipo moral, sobrenatural y existencial. Don Manuel deja de creer
en las ideas que la Iglesia ha añadido a la religión, pero sus
feligreses no, por esto decide continuar con su función en la sociedad. La verdad es
que el ser humano necesita creer en algo y ese algo deberían ser los
valores, la moral que nos une como seres iguales. No necesitamos ni
una sociedad, ni un nombre para designar en lo que creemos, pero esto
se ha hecho desde tiempos inmemoriales, con lo que parece que sería
imposible vivir sin ellos. A lo que nunca se debe llegar es a ninguno
de los dos extremos, como se remarca en el segundo fragmento:
“...hay, Ángela, dos clases de hombres peligrosos y nocivos...”.
Como más tarde se explica, estas dos clases son la persona que está
convencida de alguna creencia y pretende que los demás también lo
estén, y la persona que sólo cree en la vida presente y no deja que
los demás encuentran consuelo en otra. Realmente todos creemos en
algo, solo que no lo llamamos, expresamos o sentimos de la misma
manera.
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